Con tu mano apoyada en la barbilla y tu mirada clavada en mis ojos, ese cuatro de agosto creaste el mundo. Mi mundo. En tus pupilas, un nuevo big bang. El cotidiano devenir de la existencia se clava en ellas mientras tú, casi oculta tras la contraventana, ajena a mi impúdica intromisión, contemplas el sol que preña las aceras sobre las que la gente arrastra sus mezquinos afanes. Pero tú, no. Tú estás a salvo de la odiosa rutina.
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