Gloria fue mi madre. No fue una buena madre, pero no supo hacerlo de otro modo. De haber estado en su lugar, yo habría hecho lo mismo. Reconocerlo a estas alturas de mi vida la libera y, sobre todo, me libera.
Si un derrame cerebral no se hubiera cruzado en su camino hace dos décadas, en noviembre cumpliría noventa y dos años. No imagino cómo hubiera envejecido; supongo que mal: era demasiado orgullosa como para darle la razón al tiempo que todo lo deteriora.
Dicen que los nacidos bajo el signo de Sagitario adoran la libertad y la aventura y que, constantemente, intentan ampliar sus horizontes y trascender sus límites. También, que odian sentirse atados. No creo mucho en el horóscopo, pero tengo que admitir que esta descripción encaja a la perfección con la personalidad de mi madre.
Fue una mujer apasionada, valiente, divertida y siempre deseosa de aprender. Heredé su apasionamiento; tal vez, un poco, su salero y, mucho, ese espíritu curioso que la acompañó hasta que, sumida en una profunda depresión causada por los desengaños mal digeridos, se transformó en una persona huraña, triste e hiriente. Para mi desgracia, la valentía no venía en los genes que me transmitió. Una valentía que la llevó a emigrar a Alemania con apenas dos mil pesetas que le prestó su tía Lola. Tenía veintidós años y una necesidad urgente de salir de un hogar en el que, muerto el padre, nunca más volvió a sentirse querida. Criticada por la familia, aunque eso a ella le daba igual, e incomprendida por su madre, eso sí que le hizo daño, tuvo el coraje de buscarse la vida allá donde tenía más posibilidades de prosperar. Sin saber una palabra de alemán, entró a trabajar en una fábrica de galletas y allí permaneció hasta que montó un bar con mi padre poco antes de que sobreviniera el naufragio. Apenas si hablaba de esa época —como si recordar le volviera a hacer añicos el corazón, roto en Dusseldorf y lejos de él—. Años después, hablando de ella con mi amiga Ana, que también emigró a esa ciudad, esta me enseñó una foto junto al buzón que había en la zona de los barracones donde vivían las mujeres. Mi madre tenía otra en ese mismo lugar. Por esas casualidades de la vida, ambas trabajaron en la misma fábrica y en la misma época, aunque sin llegar a conocerse. Fue a través de Ana que supe de las penalidades que pasaron allí, del desarraigo, de la tristeza de sentirse extranjeras, del frío de la ausencia que traspasa la piel casi más que los diez grados bajo cero de los días duros del invierno… Gloria jamás me lo contó. También era orgullosa para reconocer las penurias que pasó en esa época.
No era una mujer especialmente guapa, pero tenía un magnetismo y un aire cosmopolita que llamaba la atención. —Imposible pasar desapercibida en una ciudad tan provinciana como Cádiz y en una época tan gris como los años sesenta—. Era muy culta, leía mucho, muchísimo; todo lo que caía en sus manos: novelas, poesía, revistas científicas, de arte, de cine… y entendía de política. «Hija, ¡qué alegría se llevaría tu abuelo si hubiera podido ver esta victoria de la clase trabajadora! Por fin se ha hecho justicia con nosotros» —me dijo con lágrimas en los ojos cuando el PSOE ganó, por primera vez las elecciones de mil novecientos ochenta y dos—. Como para muchos otros españoles, la alegría del triunfo se tornaría en decepción algunos años después. Otra más.
Creo que fue feliz un trecho del camino, pero intuyo que fue muy corto. Tal vez unos pocos años, los que duró el deslumbramiento que mi padre le causó. —Ella tan sola en Alemania, tan lejos de su casa, tan necesitada de dar amor, tan distante de su familia. Él, tan solo en Alemania; tan lejos de su casa y tan ávido de recibir amor y admiración—. Pero la fascinación le duró poco: el tiempo de descubrir que la engañaba con otras mujeres: «No sé de dónde saqué la fuerza, pero fue tal la ira que sentí cuando lo supe que, de un empujón, lo empotré contra el armario. El espejo se hizo añicos y algunos trozos se le clavaron en la espalda. Lo dejé allí sangrando: dolor por dolor». Se volvió a España conmigo en los brazos y sin un duro. No sé si conservamos memoria de lo vivido antes de cumplir un año, pero yo juraría que, de esa mañana de desastre, recuerdo un frío muy intenso y una gran oscuridad. Desde entonces, odio el frío y la oscuridad me estremece. Mi padre nunca volvió a buscarnos. Tampoco le devolvió una peseta de su parte del negocio. Al correr de los años, sería yo quien lo buscara, pero esa es otra historia. Una historia que se cerró con sus hijos, mis hermanos —para entonces nuestro padre ya había muerto—. Nos movemos en círculos, a tientas, buscándonos con los ojos, con las manos, con el corazón, sobre todo con el corazón. Y, a veces, son otros los que cierran el círculo y, al fin, llega la paz, incluso para los que se fueron en guerra con la existencia, como le ocurrió a ella e intuyo que a mi padre.
No tuvo una vida fácil. Avanzó por la vida buscando permanentemente al padre que perdió en trágicas circunstancias —ese de cuya mano iba a la Casa del Pueblo, el que le compraba galletas de mantequilla a espaldas de su madre y la abrazaba más que al resto de sus hermanos—, y creyó encontrarlo en mi padre, el que menos le convenía, el que más la hizo sufrir.
Tampoco nuestra relación fue fácil, en su vida pocas cosas lo fueron. A decir verdad, fue muy complicada. Tras catorce años de ausencia, volvió a mi vida cuando yo tenía las hormonas revueltas, la cabeza rebosante de contradicciones y el corazón anegado de la ira que su abandono me provocó. Volvió vencida, cansada, decepcionada con el mundo y rabiosa con ella misma y, por extensión, conmigo. Yo le recordaba tanto a él…
Muchos años después, cierro los ojos y aún la veo con su melena rubia, sus pantalones de campana y un suéter rojo muy ajustado o con su bikini bañándose en la Caleta —¡qué atrevimiento!—. Y con esa imagen, vuelve el olor a naftalina que se esparcía por el dormitorio cuando, recién llegada de Barcelona, de Milán o de Munich, abría las maletas —¡cómo deseaba yo verlas guardadas para siempre en el altillo del armario!— y sacaba su ropa elegante y moderna: vestidos atrevidos, sombreros, cinturones anchos, pañuelos de seda, perfumes… Y regresa el vértigo de calzarme sus tacones. «¿Cuando sea mayor podré ponérmelos?» «Cuando seas mayor podrás hacer lo que quieras», y el estremecimiento al recordar su risa y el eco de su voz cantando Maruja Limón mientras hacía leche frita. Poniéndonos al día de nuestras vidas con mis hermanos, descubrí que nuestro padre también la hacía. Me pregunto a qué lugar les transportaría ese olor dulce y picante de la leche y la canela. Tal vez al mismo. Al que no pudieron compartir… Y ya todo es nostalgia de un tiempo en el que ella lo fue todo para mí: la ausencia que congela y la presencia que quema; la eterna promesa de regreso y el regreso que destroza; el ser más amado y el más odiado. Pura contradicción.
Pero, a pesar de todo, con la objetividad que da el tiempo y la serenidad que otorga el perdón, sé que fue su energía, su vitalidad y su genio los que dieron lustre a mi infancia. Solo por eso, ya mereció la pena tenerla como madre.
Si existe otra vida y volvemos a encontrarnos en ella, espero que, esa vez, sí podamos disfrutarnos como nos merecíamos. Te quiero, madre.
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