Solo un pálpito

Fue un pálpito, un levísimo aleteo agitando el aire, un abrir y cerrar de ojos, apenas un deseo. La calle desierta; el sol, incendiando los adoquines; la gente, resguardada en sus casas a esa hora en la que la siesta emula, breve y felizmente, a la muerte; el silencio silbando…

Una anciana abrió la puerta de su zaguán y salió a baldear la acera. El agua corrió presurosa hacia mis pies. Pude apartarme, pero no quise —a veces, hay que dejarse empapar por lo inesperado—. Y al pasar por tu portal, un impulso irrefrenable y urgente me obligó a volver la cara. Elevé mis ojos hacia tu balcón; ese tras cuyos visillos mantuviste una discreta y colosal  batalla contra el bicho, como lo llamabas casi con ternura cuando la rabia se tomaba un descanso y eras capaz de reírte de la broma de mal gusto que te había gastado el destino… Un ligero temblor, nadie excepto yo misma lo hubiera notado, me sacudió desde la coronilla a los pies.

¿Y si sigues allí viendo pasar el tiempo, ya libre de su tiránico paso, a salvo de su ácido que todo lo corroe? ¿Y si solo se han ido tus rizos, tu blanca piel, tus manos que iban y venían como palomas  redentoras acompañando a esas palabras luminosas que hacían retroceder la noche en nuestros corazones? ¿Y si somos nosotras las que en realidad nos hemos ido? ¿Y si esta ausencia que aún me cierra la garganta, no es más que un mal sueño, una feroz pesadilla de la que acabaré felizmente  despertando para comprobar que sigues ahí animándome a saltar al otro lado de mis límites?

Fue un instante, apenas lo que tarda un suspiro en fundirse con el aire, pero juraría que me susurraste: permaneceré mientras las que me sobrevivan sigan persiguiendo lo imposible, mientras alguien vuelva su cara en una tarde de calor espesa y, chapoteando en el reguero de un agua imprevista y fresca, sienta en lo más profundo de su corazón que tiene derecho a no renunciar a uno solo de sus sueños. Cueste lo que cueste…

A Concha, siempre.