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Lola González

Memorial de Ellas

29 Sep

Cuando murió mi madrina yo estaba viendo la serie de los Ropper. Me lo dijo mi madre: la tata ha muerto. Incapaz de mover un sólo músculo, permanecí sentada mirando fijamente la televisión sin pestañear siquiera. Algo dentro de mí me decía que si me distraía un segundo de las riñas y las puyas de ese matrimonio mal avenido, el dolor que comenzaba a subir desde un lugar inconcreto del cuerpo me acabaría disolviendo las entrañas como el ácido. No lloré. No pude hacerlo hasta muchos años después cuando, al fin, frente su fotografía, le dije lo mucho que la quería y lo mucho que sentía no haber estado a su lado los últimos días de su vida. Pero esa es otra historia.

Ella fue mi segunda madre, la primera fue mi abuela; la que entregó los doce últimos años de su vida a una niña rebelde y contestona que lo cuestionaba todo. Sigue así y no le hagas caso a mi hermana, la pobrecilla no da para más, me dijo un día que llegué a su casa llorando a mares porque la abuela me había dado un bofetón por exigirle a gritos que me diera una sola razón que no fuera ‘porque lo digo yo’  para no ir a casa de una amiga, cuya madre tenía fama de ser algo ligera de cascos y de la que mi abuela trataba de mantenerme alejada. No tenía más remedio que comprenderme; fue ella quién me enseñó a preguntar: No pierdas nunca esa curiosidad -recuerdo que me aconsejó un día.

Era la dulzura y la comprensión personificada. Y le encantaba vivir, comer, coser y ver películas y series. Bueno, en realidad, le encantaba todo. Era una disfrutona. En una familia demasiado aficionada a sufrir, ella era el ‘garbanzo negro’. Pero a ella le importaba un pimiento la opinión de los demás. Tan poco que, haciendo caso omiso a la maledicencia de la gente, se casó con cuarenta y un años, una edad en la que según la creencia popular, la mujer ‘se quedaba para vestir santos’. Francisco, funcionario de Gobernación, tenía cinco años menos que ella. Se enamoró de él perdidamente. Afortunadamente, fue muy feliz con él. Con ese desparpajo y esa frescura que tenía, y sin perder la compostura, confesaba con orgullo que, hasta una semana antes de que Francisco muriese con casi setenta años aún mantenía relaciones íntimas con él. A mi abuela se le cambiaba el gesto cada vez que se la escuchaba.

Fue una mujer valiente. Cuando los sublevados tomaron Cádiz el 19 de Julio del 36, escondió a su cuñado en su casa. Cuando unos falangistas se plantaron en su puerta preguntando si estaba allí mi abuelo, ella lo negó categóricamente y no los dejó entrar: Soy íntima amiga de un alto cargo del ejército, así que tengan cuidado que puede salirles caro su atrevimiento –contaba mi abuela que les dijo a gritos-. No me imagino a mi madrina elevando el tono de voz; jamás la vi enfadada, pero sin duda debió resultar tan convincente que los falangistas se fueron sin registrar la casa.

Ella contribuyó a aliviar el pesar de una infancia en la que la ausencia de padre y madre pesaba como una losa. Con su infinita paciencia y ese buen carácter que la acompañó hasta pocos meses antes de irse, jugó conmigo, cantó, paseó, me subió a los  cacharritos de la feria, me aficionó a series como ‘La casa de la pradera’ o ‘Macmillan’, me acostumbró a comer verdura y, a pesar de sus pocos conocimientos -la sacaron del colegio con once años y la pusieron a coser en el taller de María Aranguren-, me enseñó a juntar las primeras letras. Y allí iba yo de su mano, leyendo los nombres de las calles y de los carteles de los establecimientos; maravillada de que esa sucesión de letras tuviera un significado…

Ella fue mi algodón dulce y yo, su Ali, la hija que no pudo tener.

Siempre te recuerdo, madrina.

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