Imagina que es de noche. Imagina a dos personas, un hombre y una mujer, cada uno con sus cicatrices, cada uno con sus sueños, que se han conocido hace apenas unas horas. No obstante, algo les hace sentir que se conocen desde hace mucho tiempo. Imagina que acaban de besarse y, de pronto, el aroma de un deseo intenso invade esa pequeña placita, rebota en las paredes y les vuelve agrandado. Imagina que hace frío, que sopla un viento de poniente que alisa las arrugas y adormece el corazón, cansado de hacer cabriolas desde hace ya demasiado tiempo. Ella se estremece. Puedes sentir su ligerísimo temblor. A esas alturas, ella aún no sabe qué lo produce, aunque tiene una ligera idea: ese brazo sobre sus hombros que protege y excita; esa boca, picante como el jengibre y cálida como el cardamomo que, inexplicablemente en ella, tan modosita como es, necesita volver a besar; la cercanía de ese cuerpo firme como tronco de araucaria que siente como un presagio…
A veces que hay que dejarse llevar, tomar un desvío en el camino y perderse (Lola).
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